miércoles, 11 de noviembre de 2009

Necrológicas y hagiografías


Escribía hace pocos días Enric González en El País sobre la tradición del periodismo de necrológicas que existe en otros países como el Reino Unido. Hablaba en su artículo el redactor de la consideración que en la redacción tenían los autores que se dedican a este tipo de reseñas. En alguna ocasión ha caído en mis manos una necrológica audaz, escrita con humor, con ironía, con amor, con admiración y hasta con mala leche. En España, por regla general, siempre se escribe bien de los muertos y más que una necrológica, lo que a veces leemos son hagiografías.
Hace unos días me tropecé con una de esas hagiografías falsas como los billetes de 30 Euros. Hablaba de virtudes desconocidas por el individuo y de ocupaciones inexistentes, “colaborador de este periódico” decía, lo que no decía es que sus colaboraciones aparecían religiosamente en la época de la prensa del movimiento y que más recientemente esas “colaboraciones” no eran más que cartas al director que destilaban la moral casposa que los supervivientes del tardofranquismo católico tienen sobre los usos y costumbres de nuestros tiempos. También hablaba la hagiografía del don de gentes del fulano así como del esfuerzo y la entrega presentes a lo largo de toda su carrera profesional.
El fulano del que hablo pertenecía a la plantilla del colegio al que asistí cuando niño. Afirmar que fue mi maestro es un reconocimiento al que no me voy a prestar por lo gratuito de la afirmación. Era un tipo bajito, con bigote recortado, el pelo engomado sin raya y peinado hacia atrás, que andaba siempre muy deprisa con un paso corto, casi ridículo y una mala hostia de catálogo excepcional. Su máxima aspiración docente giraba en torno a inculcarnos aspectos biográficos de dos o tres personajes históricos o no, a saber: Don Pelayo, Guzmán el Bueno y el General Moscardó.
Este fulano se desesperaba cuando algún alumno no sabía contestar a la pregunta que le había formulado, así iba avanzando la clase y preguntando a un alumno tras otro. Hasta que llegaba un momento en el que su exasperación le hacía saltar de su sillón como si éste tuviese un resorte, abalanzándose sobre el tercer o cuarto alumno que no había podido responder. Le empujaba contra la pared, le abofeteaba y le gritaba como un energúmeno. En una ocasión empujó y tiró al suelo a uno de los niños pateándolo y gritándole “rojo de mierda”. Obviamente, incluso en 1973 era complicado que un niño de 10 u 11 años supiese lo que era un “rojo de mierda”, “hijo de roja” o cualquiera otra lindeza con la que solía increparnos Don Fulano.
Nunca hubo quejas de los padres. Tan sólo en una ocasión una madre se atrevió a plantarle cara a Don Fulano, que tuvo la desfachatez de responderle que el niño le había llamado hijo de puta. Falso como el mismo billete de 30 Euros.
Debo reconocer que me libré de aquél trato docente personalizado porque el miedo es un incentivo intelectual incomparable (recuerdo que me gané un sobresaliente a cuentas del episodio del oso que almorzó con Don Fabila, o quizás fue a Don Fabila). De lo que no me libraba era de una especie de gracia con la que nos obsequiaba las mañanas de invierno más frías y que consistía en golpearnos con una regla de madera sobre la yema de los dedos, para entrar en calor más que nada.
Unos años después, como quince o diecisiete, volví a encontrarme con el fulano. Esperaba en los pasillos del colegio a uno de los profesores con el que tenía que hablar en los veinte minutos de descanso. De pronto se abrió una puerta y Don Fulano salió empujando a un alumno de unos 10 años, le abofeteaba la nuca mientras el chico se protegía como podía. Conseguí apartarle del niño y discutimos, pero no lo denuncié.
Por omisión cometí una injusticia que todavía no he conseguido olvidar. Sobre todo porque cuando tenía 10 años habría agradecido que alguien hubiese denunciado al individuo. Aunque soy consciente de que la denuncia, la de mi época, no habría llegado a ninguna parte. Hay que tener en cuenta que aquello no era un colegio público, era un colegio nacional, conceptos totalmente diferentes. A pesar de que se trataba de los últimos años del franquismo, a las nueve de la mañana se rezaba en formación, los viernes a las cinco se cantaba el Cara al Sol y los sábados se iba a misa, también en formación. Con todo, lo peor de aquellos años fue el miedo con el que asistí al colegio durante los dos años en los que coincidí con Don Fulano.
La cultura mediterránea ha implantado, a lo largo de los siglos, una curiosa relación entre vivos y muertos: siempre me ha resultado llamativo el colorido con el que se celebra el día de los difuntos, una costumbre que en México ha alcanzado cotas delirantes y que Lowry retrató con todo detalle en “Bajo el volcán”, una de mis lecturas recurrentes.
Existen culturas en las que no se nombra a los muertos, otras en las que el color del luto es el blanco. En la cultura mediterránea, la máxima es que debe hablarse bien de los muertos, como decía antes.
A estas alturas tengo, en relación a este tema, dos cosas claras, una que hablar bien de los muertos hace más doloroso el recuerdo de las tropelías que cometieron cuando estaban vivos, la otra que hablar en sus justos términos de este muerto no hace que el pasado cambie, pero ayuda a restañar las cicatrices de los malos recuerdos que provocan las hagiografías inmerecidas.

domingo, 8 de noviembre de 2009

Una más sobre Gurtel y Sitel, junto a una pequeña dispersión


Algo huele a podrido en la actitud que el Partido Popular mantiene respecto al asunto Sitel, el sistema de escuchas telefónicas adoptado por Alvarez Cascos cuando el PP gobernaba y del que el resto de los mortales desconocíamos su existencia hasta que el caso Gurtel lo ha sacado a la superficie. ¿Vale todo en política? ¿Es legítimo poner en duda la independencia y profesionalidad de los cuerpos y fuerzas de seguridad del estado por un puñado de votos? Bueno, a ambas preguntas la respuesta es dolorosa aunque sencilla: vale todo para determinadas formaciones políticas y si no, ahí están las declaraciones de dirigentes del PP sobre el secuestro del Alakrana o la actitud que esos mismos dirigentes mantiene en relación a la crisis económica, “las medidas que el gobierno articula son ineficaces y las mías no pero no estoy dispuesto a contarles cuáles son las mías”.
Vaya por delante que no estoy de acuerdo con la adopción de decisiones que implican el seguimiento de la ciudadanía, a través de las nuevas tecnologías como sistemas de video en nuestras calles, escuchas telefónicas o los trazadores de acceso a la red de manera que sea posible establecer y demostrar la posible comisión de un delito, como si el estado se constituyese en un gran hermano, en actitud de permanente vigilancia y celo para evitar que nos alejemos de la senda del bien.
En un extremo se encuentra el estado de derecho y el derecho a la presunción de inocencia como garantía de la legalidad del comportamiento del estado, en el otro la definición de la guerra preventiva, por ejemplo, como herramienta para preservar el modelo de vida de occidente y los valores de libertad íntimamente ligados a ese modelo de vida.
En medio de todo eso, la virtud del sentido común. Si empresas privadas como Microsoft o Google tienen suficiente información sobre cada uno de nosotros como para dirigir su línea de producción y marketing en ese sentido, ¿Porqué no dirigir esa información para prevenir de un posible delito o para establecer su demostración, o para prevenir a las posibles víctimas e incluso evitarlas?. La respuesta está en la regulación que de esas medidas se haga. Y en eso estoy de acuerdo con el Partido Popular, no en que sean los jueces los que autoricen su uso, pero sí en que tengan conocimiento para velar porque éste no se pervierta, no genere la tentación del Gran Hermano.
Dicho esto ¿Porqué al PP le parece ahora el dichoso sistema de escuchas telefónicas tan perverso y cuando lo adoptó no? ¿Hay algo más del caso Gurtel que todavía no sabemos? Si esta pataleta del PP sobre el Sitel tiene que ver con un asunto de bragueta reconozco que me trae al fresco y que prefiero seguir sin saberlo, pero si tiene algo que ver con los impuestos que he pagado y con a donde han ido a parar exijo que se sepa cuanto antes.
Y para finalizar, en relación al uso de bienes públicos en fines privados, la pequeña dispersión. El día en que se casó Cascos, una de las veces que lo hizo, me encontraba en Córdoba. Las principales arterias de la ciudad estaban cortadas y los cruces tomados por los cuerpos y fuerzas de seguridad del estado en una perfecta coordinación entre ayuntamiento, regido por el Popular Rafael Merino y el gobierno del que era miembro el propio Alvárez Cascos. No creo que aquello fuese un acto de estado, lo mismo que no lo fue la boda de la niña en El Escorial y sin embargo hubo que tragársela a través de la televisión que todos pagamos con nuestros impuestos.
Me asalta una terrible duda: la de si el Gobierno de Aznar adquirió el sistema de escuchas telefónicas con los fines de los que ahora acusa a Rubalcaba. La sabiduría popular define esa actitud con una sentencia concluyente: “Piensa el ladrón...”.